Por Snjezana Pejicic Avdic, periodista, exredactora de Televisión Sarajevo, exreportera de guerra, refugiada y actual colaboradora de Cruz Roja Española.
Partían desde Marruecos en patera una noche fría de 2006. La luz parpadeante del faro de La Entallada los guiaba hacia una nueva vida. Ella iba con su marido, quien sujetaba a su hijita de 8 meses en los brazos. La patera iba, como siempre, repleta de gente y no había espacio para moverse. Sus equipajes eran unas simples bolsitas de plástico con algo de comida y una muda de ropa. El miedo era inmenso y el silencio aterrador, pero la luz parpadeante del faro se hacía más grande, más visible con cada kilómetro que recorrían y se acercaban a la costa de Fuerteventura. Esto les mantenía despiertos, cada minuto estaban más cerca de su sueño europeo. Y entonces, al alba, a solo 500 metros de la orilla, la patera volcó. Solo a 500 metros de la salvación y con un metro de profundidad, sin saber nadar la mayoría de ellos, se ahogaron una docena. Pánico, gritos y después las sirenas de la Guardia Civil y la Cruz Roja. Cuerpos exhaustos y aturdidos tirados en la arena. Una vez más todo se mezclaba en una dantesca escena.

Después de los primeros auxilios fueron llevados al centro de internamiento de inmigrantes que está en El Matorral. Para quienes no saben sobre estos lugares, les puedo decir que los centros de internamiento son cárceles a donde se lleva a las personas que entran en el país sin documentos, los famosos sin papeles, “ilegales”.
Aquí me detengo solo un momento para preguntarme por enésima vez cómo un ser humano puede ser “ilegal”, ¿Qué delito es llegar en una patera huyendo de la miseria o de una guerra? ¿Y cómo se puede encarcelar a alguien sin ni siquiera juzgarlo? Muchas preguntas se han quedado en el tintero, pero seguro volveré en otra ocasión a estas cárceles mal llamadas “centros de internamientos de inmigrantes”, los temidos CIE, en los cuales se ha producido más de un motín en los últimos tiempos.
Ahora seguiré con la historia de Hope. Al día siguiente de la tragedia, un colega enfermero y voluntario de Cruz Roja y yo entramos al centro de internamiento. Allí nadie de los ocupantes de la patera tenía ni la más mínima idea de la magnitud de la tragedia que acababa de ocurrir. En la celda femenina estaba Hope, sola. La leche brotaba de sus senos y se secaba en la sudadera formando manchas que parecían yeso. Dañaban su piel reseca y se volvían rojizas de la sangre que se mezclaba con la leche. No notaba este dolor físico, porque el otro, el de no saber dónde estaba su familia era inmenso. Nadie le había informado del fallecimiento de los suyos. Nos preguntaba por su bebé, la quería ver. Teníamos que decírselo nosotros. Lo hicimos con todo el cariño pero, ¿cómo se puede decir algo así a una madre? Su bebé y su marido se habían ahoagado. El grito de dolor traspasó las paredes de la cárcel. No hay derecho, no hay justicia terrenal ni divina para que una madre con apenas 20 años pase por este dolor. No hay cuerpo que lo pueda soportar sin quedar herido y marcado de por vida. No había consuelo. Teníamos que ahogar las ganas de llorar con Hope porque nosotros no podíamos, estábamos allí para ser su apoyo, para sostenerla, teníamos que ser más fuertes por ella porque el infierno era lo que le tocaba ahora: un largo reconocimiento de cadáveres. Le enseñaron las fotos de los ahogados y primero reconoció a su marido; y casi entre las últimas apareció la foto de su pequeña hija. No lo olvidaré nunca: desmayos y despertares se sucedían uno detrás del otro. El dolor se hacía insoportable. En ese momento éramos su familia, dos desconocidos pero muy cercanos. Nos unió este sufrimiento. Pero teníamos que dejarla, ir a buscar tranquilizantes, conseguir las medicinas para cortar la leche, solicitar que la liberaran y que la Cruz Roja la acogiera en su centro para después preparar el entierro. Ella era ajena a todo, sumergida en su dolor se quedó sentada en un rincón de la cama. Volvimos al rato con pastillas y ropa limpia, y la llevamos a la casa de acogida de Cruz Roja. Seguía ausente, solo quería ir con los suyos, su hija y su marido.
Mientras tanto, en las playas de Fuerteventura gente blanca, europea y feliz disfrutaba de los placeres de este primer mundo rico, placentero, poderoso y prometedor. Este mundo que muchos intentan alcanzar, dispuestos hasta a perder la vida en el intento.
Siguieron días muy duros para Hope. El mar la hechizaba, cada dos por tres caminaba hacia la costa porque decía que les veía, iba a reunirse con ellos porque su vida no tenía sentido ya. Había que vigilarla cada minuto. Era tan frágil. Uno no podía frenar la necesidad de abrazarla y besarla todo el rato en un intento de protegerla. Muchísimos voluntarios compartían con ella todos los ratos que podían.
Finalmente llegó el entierro colectivo. Una docena de ataúdes, con cruz pero sin ni siquiera un nombre o un apellido, nada de nada. Una docena de cartas que tampoco se escribirán nunca y no llegarán jamás a sus familias avisando que ya han alcanzado el sueño europeo. Su camino se acababa aquí en una tierra extraña y lejana. Mi Hope se desmayó varias veces. Aunque rodeada de una muchedumbre numerosa compuesta por políticos, periodistas, curiosos pero también mucha gente de pueblo, majoreros que conocían muy bien este dolor de ser inmigrantes, en realidad estaba sola ante el féretro de su marido y su hija.
Pero la tragedia de Hope no terminaba con el entierro. Ya no tenía ni marido ni hija que le pudieran salvar de las garras de la prostitución. Tenía que devolver la deuda de viaje vendiendo su cuerpo en el que casi todavía no se había secado la leche con la que amamantaba a su hija días atrás. De repente, muy pronto, apareció una supuesta hermana que dijo que se ocuparía de ella…
No podíamos hacer nada. No hay mecanismos de protección en estos casos. Su miedo era mucho más grande que las leyes, los consejos y las advertencias. Y otra vez la misma pregunta: ¿Hasta cuándo? ¿Cuánto dolor puede soportar un ser humano?
Pero aunque muy pocas veces alguna de estas historias termina felizmente, podemos decir que la de Hope es una de ellas. Después de un tiempo conoció a un buen hombre, se casó y tuvo otra hija: era libre. El día que pudo volvió a Fuerteventura a visitar a su gran familia – la de Cruz Roja- trabajadores y voluntarios. No sé si fue justicia divina o simplemente existe un orden en el que después del sufrimiento llega la felicidad. Hope de nuevo era una joven feliz, alcanzó su sueño, consiguió reponerse y seguir adelante. Las cicatrices siguen allí. Pero también una gran sonrisa.