Por Snjezana Pejicic Avdic, periodista, exredactora de Televisión Sarajevo, exreportera de guerra, refugiada y actual colaboradora de Cruz Roja Española.
Hace ya bastantes años que llegué a Fuerteventura. No voy a olvidar nunca jamás el primer encuentro con la isla, o mejor dicho con su pequeño aeropuerto. Sí, pequeño. El avión aterrizó y salimos a pie hacia el diminuto edificio. Una cafetería acristalada de madera, decenas de buganvillas que la rodeaban y una sala de llegadas. Venía del Madrid ruidoso, lluvioso, acelerado y delante de mí se abría este paraíso: cielo azul, brisa marina y el aeropuerto que parecía un cuadro de Degas o Gauguin. Fue amor a primera vista, de esos que no se olvidan nunca. Así lo veía yo, europea, blanca y con papeles en regla. No podía ni soñar que este romántico aeropuerto pronto tendría otra cara más hostil y nada acogedora, que se convertiría en el centro de internamiento de inmigrantes. Este centro fue mi angustia durante muchísimos años y, todavía hoy, que han pasado bastantes años, me atormenta la duda de si realmente yo, mis compañeros y Cruz Roja, todos juntos hicimos bien o mal en no denunciar lo que pasaba allí. Parece un poco confuso, pero lo relataré paso por paso.
La isla crecía económicamente. Por un lado llegaban los turistas y por otro los otros, desgraciados y desesperados que llegaban en pateras y cayucos huyendo de la miseria. El aeropuerto viejo se quedó chico y al final se amplió. Al nuevo y moderno llegaban europeos en busca de paz y tranquilidad y en el otro, en el aeropuerto viejo, se encerraba a los inmigrantes ilegales, los que llegaban en pateras, los sin papeles.
La imagen era dantesca, cientos de personas encerradas en lo que antes eran salas de salida y llegada. Al principio todavía cabían en literas pero poco a poco se cobijaban en cualquier hueco que quedara libre como antiguas cintas transportadoras o el mismo suelo. Allí comían, dormían y vivían. No había ventanas ni puertas y la poca luz del día entraba por pequeñas ventanitas pegadas casi al techo. En búsqueda de una mínima intimidad, los propios inmigrantes dividían este espacio con mantas, a modo de habitaciones. Los escasos baños (sin ducha, claro) se tupían cada dos por tres y las aguas fecales lo inundaban todo. No había ningún tipo de ventilación. Aquello era infrahumano, no se podía respirar.
Todavía me acuerdo de mi primera visita. Una enorme puerta que siempre estaba cerrada con llave se abrió delante de nosotros. El espacio se inundó de aire fresco y de luz por un instante hasta que la puerta volvió a cerrarse. En la penumbra se movía una masa humana, sin ruido. Todo era raramente tranquilo. Veníamos de Cruz Roja, los trabajadores y el médico. Intentábamos hablar con ellos, ponernos en contacto con sus familiares, explicarles lo que pasaba, tranquilizarlos. Traíamos kits de higiene, las cosas básicas: jabón, cepillo y pasta de dientes, peines, toallas. Estos kits tienen su propia historia. Al principio los hacíamos nosotros en la sede de Cruz Roja. Los voluntarios llenaban bolsas de plástico con los enseres. Cientos de horas de trabajo de comprar y empaquetar todo. En las tiendas locales pronto se agotaron los artículos. Pedíamos a los amigos y conocidos que nos los consiguieran como fuera, en otros sitios, otras islas. Necesitábamos decenas diarias. Necesitábamos ropa y zapatos. Casi se me olvida que al principio éramos solo cinco trabajadores de Cruz Roja para atender a miles de inmigrantes, pero teníamos nuestro ejército de voluntarios y colaboradores, que no descansó hasta que atendimos al último de ellos. Una gente maravillosa y entregada.
Nuestro médico armó la consulta en el “módulo de chicas”, una pequeña habitación dividida con una manta para crear un consultorio. Heridas, dolores y enfermedades se curaban en este improvisado hospitalito.
Vuelvo una vez más a las paradojas de la vida. Los policías que custodiaban a los inmigrantes, que pasaban las 24 horas encerrados en el mismo espacio lúgubre y sin ventilación, estaban realmente muy entregados y cariñosos con ellos. No era raro que trajeran ropa de sus propias casas, y se ocupaban de sus medicinas. Los que eran los verdugos tenían una capacidad de empatía asombrosa. Nos ayudaban y facilitaban el trabajo diario.
Ahora se preguntarán dónde estaba el problema y qué es lo que me angustiaba tanto. ¿Por qué, después de todo el esfuerzo hecho para ayudar, creo que no se ha hecho bien? Porque éramos los únicos que accedían al centro de internamiento de inmigrantes, los que sabíamos lo que pasaba dentro y en qué condiciones vivían los internos, los que veníamos de una ONG: y lo callábamos. La política de Cruz Roja en aquella época era no denunciar públicamente, sino paliar el sufrimiento. Mientras tanto miles de personas, periodistas, miembros de otras ONG y ciudadanos, se movilizaban y protestaban diariamente a las puertas del centro exigiendo que todo saliera a la luz y se cerrara ese lugar. Sabía que probablemente ellos tenían razón y que nosotros, callando, prolongábamos la agonía de la gente encarcelada solo por no tener papeles, y que vivían en condiciones en las que no debería vivir ni un ser humano; que de alguna manera nos convertíamos en cómplices del Gobierno, que simplemente hacía como que no pasaba nada, como si no se tratase de personas. Pero pasaba, y había que cambiarlo. Por otro lado, si denunciábamos, no nos dejarían entrar, quedarían desamparados, porque cada llegada nuestra les daba un poco de esperanza. Yo también tenía una carga emocional enorme. Solo un par de años antes, durante la guerra en Bosnia, los miembros de Cruz Roja Internacional visitaban aquellos campos de concentración y no denunciaron las atrocidades que se hacían allí y que salieron a la luz años después. Si las hubieran denunciado, muchos se hubieran salvado, pero de esta manera solo cabía lamentar tantas vidas perdidas y pedir disculpas… Me preguntaba si yo estaba haciendo lo mismo. El corazón me decía ayudar y el cerebro denunciar: “no permitas que te conviertan en cómplice”. Además, soy periodista de investigación y también fallaba en ese aspecto. Salía del centro de internamiento con la cabeza agachada para no cruzar la mirada con periodistas como Javier Bauluz, reportero de guerra, quien estaba con una pancarta delante del centro exigiendo la denuncia pública de las condiciones existentes ahí dentro. Y yo no podía decir nada… ¿Y si he fallado? ¿Y si se podía hacer de otra manera? Mis fantasmas me persiguen porque todavía existen centros de internamiento que son cárceles con barrotes donde se encierra a personas, cuyo único delito es entrar sin papeles en Europa en búsqueda de un futuro mejor.